Desde que estoy en Jaca echo de menos las maratonianas sesiones de "terapia" en grupo con mis cinco chicas. En las tres horas que podíamos estar sentadas escuchaba historias diversas, historias de tristeza y de fortaleza. Personas frágiles jugando a fuertes, tirando del carro de una vida ajena y problemática. Buscando entender problemas a la vez tan cercanos y tan ajenos. Intentando sortear las ingratas mareas de una vida y capear un temporal extraño e injusto. Participando en un teatro como actores y espectadores a la vez. Malabaristas, policías, amantes y ejecutores para su gente. Gente querida y perdida, gente amada y odiada a la vez. Cansados. Dolidos. Esperanzados.
Ahora se lo lo frágil que es el ser humano. Parecemos todos una panda de pollitos mojados preparados a temblar ante el viento adecuado, a cada uno el suyo. Unos temblamos, otros agonizamos. Todos caemos.
Hay problemas mayores y problemas menores, pero todos los llevamos con MAYÚSCULAS, clavados a fuego en ese lugar impreciso que habita entre la razón y los instintos. Vivimos empeñados en alimentarnos de nuestras penas de una forma u otra, dolientes o resistentes, quejosos o envalentonados, agonizamos breve o ampliamente ante el mundo o venas adentro.
No nos salvan la educación, ni el dinero, ni la posición, ni la familia, ni los amigos, ni la suerte, ni siquiera la experiencia.
Quiero creer que ha de existir alguna forma de salir de ese círculo vicioso que todos de una forma u otra alimentamos. De sacudirnos las reglas y las formas en pos de la felicidad.
Y para terminar con esta sarta de pensamientos con que esta madrugada os invado, os dejo unas palabras de un amigo – ¿me permite usted el plagio? - que me impactaron mucho y que decían así:
"A veces son las mejores personas las que más sufren, y eso tampoco lo saben, porque las mejores personas no saben que lo son, siempre torturadas porque no llegaron, no supieron, no pudieron."
miércoles, 24 de octubre de 2007
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