Como bueyes, orgullosos de prestar su fuerza. Como bueyes tercos y poderosos, humildes. Animales de carga, condenados. Con los lomos tatuados a golpes, y los cuartos traseros marcados con el hierro de no pertenecer a nadie -salvo al dolor, al polvo de tantos caminos, a la incongruente fragilidad que nos obliga a ser fuertes-.
Estos bueyes sonríen, penan, lloran. Son a duras penas inteligentes. No creen en las estadísticas; apenas en la mala suerte. Estos bueyes ignoran muchas cosas. Pero dejan hueco dentro de las costillas para un corazón desmesurado. Lo permiten latir a su antojo. No le ponen nombre al amor, sólo lo sienten.
Estos bueyes te quieren como quieren los bueyes. Tenaces. Bendicen que haya yugos. Se ofrecen voluntarios para uncirse al tuyo y tirar despacio. Las piernas cortas y robustas empeñadas en tu empeño. El hombro contra el hombro. Les basta saber que entre varios se suben mejor las cuestas.
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