No importa que estemos orgullosos de nuestra gordura; siempre hay un zascandil que nos mira con aprensión o desasosiego, temeroso de que vayamos a contagiarle unos kilitos de más. Antaño, cuando aún no se había descubierto el colesterol (o ya se había descubierto, pero el hambre acuciaba), la gordura era síntoma de salud: los humoristas dibujaban a los plutócratas rebolludos y tripones, con los dedos afianzados en las sisas del chaleco y un veguero humeando en los labios; las madres competían por ver quién conseguía cebar más a su nene y pellizcaban con arrobo sus mollas mantecosas, confiadas de que en esos depósitos –como en las jorobas del camello– se almacenaba la garantía de su supervivencia; las señoras de ancas generosas y pechuga desbordante cotizaban al alza entre la población masculina, que buscaba en la mujer las mismas propiedades que en la gallina ponedora. Pero el predicamento de los gordos se hundió de repente; y hoy quienes aún perseveramos en el cultivo de nuestras redondeces somos considerados erratas de la naturaleza, aberraciones que conviene recluir en un lazareto, no sea que espantemos a los niños.
Se rehúye nuestra presencia incómoda, o si acaso se nos acepta como concesión misericordiosa a las reglas de la urbanidad, con la condición de que nos mostremos compungidos y dispuesto a someternos a un severo régimen (pero no hay régimen que nos redima, salvo el internamiento en un campo de concentración nazi).
A nadie se le ocurre reprochar a un lisiado que no se levante de la silla de ruedas; tampoco preguntarle a un feo de solemnidad cómo se las arregla para esquivar los espejos. En cambio, nadie tiene reparo en atosigar al gordo con preguntas capciosas o consejitos malévolos. "¿No haces ejercicio?", te preguntan, con ferocidad disfrazada de candor, sin apenas conocerte. "Es que sudar me da hambre", respondes, a la vez que dispensas al entrometido una mirada de asco somnoliento. "¿Y no has probado a hacerte un análisis de sangre? A la vista de los resultados, te dicen lo que puedes comer y lo que no", insisten. "Mi religión me prohíbe hacerme análisis de sangre. Y, además, me mareo", te defiendes. "Quizá bastaría con que te privases de algunos caprichitos", proponen todavía, con ese rencor almibarado tan característico de quienes han hecho de la báscula el altar de su aburrimiento. Entonces esbozas un gesto libidinoso, te arrimas al flaco profesional que se ha propuesto aguarte la fiesta y le susurras al oído: "Si me privara de mis caprichitos, se me pondría la misma cara de congrio que a ti".
Increible, los gordos estamos cogiendo fama de maleducados.
Increible, los gordos estamos cogiendo fama de maleducados.
2 comentarios:
jajajajjajaja!!!!! Muy bueno!!!!! sí señor!!! bien contestado. Hombre la verdad que supongo que la gente no hará eso, quien haga eso tiene una mentalidad muy muy antigua. Cada uno es como es y punto y hay que aceptarlo. Si señor me gusta como te tomas el asunto, chapó para tí. Un saludo!!
NO SE OS PUEDEN DEJAR COMENTARIOS SI NO LOS HABILITAS!!!! es que están desactivados los comentarios y no se puede comentar!! jejeje!! un saludo!!
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