jueves, 24 de mayo de 2007

Escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo...

Las cosas caen por su propio peso, el tiempo no pasa en vano, hasta las mas tontas ven la tele, y la milonga, poquito a poco, empieza a irse a tomar por el saco.
Y aquí estamos, en tierra de nadie, conscientes, las más despiertas, de que el cambio social ha ido más rápido que nuestro cambio biológico y nuestra propia mentalidad. Y así, aun siendo educadas para ser santas madres y ejemplares amas de casa, nos vemos forzadas a pelear también en un mundo de hombres, a hacer vida laboral de tú a tú, pero sin poder renunciar todavía, porque no nos dejan o porque no queremos, al tradicional rol (o maldición, según se mire) de mujeres responsables de que el nido esté reluciente y los polluelos siempre limpios, sanos y cebaditos. La vieja y eterna trampa. A ver por qué, si no, las únicas mujeres trabajadoras que no están desquiciadas, o no van por la vida con un cuchillo entre los dientes buscando a quien capar, son las que no tienen hijos, las que se libraron al fin de ellos, o las que cuentan con una madre o una suegra que se haga cargo.
Es imposible estar en misa y repicando; y mucho menos con maridos que creen compartir tareas domésticas porque quitan la mesa, lavan los platos por la noche y compran el pan sábados y domingos. O sea, modernos y enrollados que te rilas.
Así que, que nadie se extrañe de que las erizas andemos erizadas. En el mundo actual sólo hay algo peor que la cabronada de ser mujer: ser mujer lúcida, consciente de la cabronada que supone ser mujer.


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