martes, 29 de mayo de 2007

Gordos

A los gordos nos ocurre como a los hijos de los príncipes: cualquier soplagaitas se cree con derecho a convertirnos en asunto de su conversación (e incluso, a diferencia de lo que ocurre con los hijos de los príncipes, lo hace aunque estemos delante). A nadie se le ocurriría preguntar a un feo profesional cómo se las arregla para convivir con los espejos. En cambio, nadie tiene empacho en atosigar al gordo con preguntitas capciosas o comentarios malévolos. «¡Huuuuuuy, qué fuerte te estás poniendo!», nos dice esa tía solterona a quien sólo vemos de guindas a brevas, que a su vez se está poniendo cada vez más amojamada. «Pues ya ve, tía. Por lo menos que disfruten los gusanos, ¿no le parece?», respondemos, con sarcasmo truculento. «Dicen que con media hora de ejercicio diario mantienes los kilos a raya», nos desliza ese amigo con vocación de anchoa. «Ya, pero es que a mí sudar me da mucho asquito», nos defendemos, soliviantados. «¿Y no has probado a hacerte un análisis de sangre? –nos lanza esa presunta amiga que parece afiliada a todos los boletines médicos que se publican en el hemisferio boreal–. El endocrino, a la vista de los resultados, te dice lo que puedes comer y lo que no.» «Mi religión me prohíbe hacerme análisis –improvisamos, para horror cósmico de la presunta amiga, que se las da de laicista–. Y, además, la visión de la sangre me marea.» «¿Y si probaras a quitarte del pan?», insisten, envalentonados. «¡Que no, coño, que no! –nos sublevamos–. ¡Si yo lo que quiero es ser gordo! ¡Si llevo toda la vida entrenando!»


Esta insistencia con que los flacos martirizan al gordo sólo admite una explicación patológica. Los flacos observan al gordo, diseccionan sus hábitos, exploran su temperamento y rabian como eunucos en una bacanal. No soportan al gordo desacomplejado y jocundo; no soportan que haya gente que viva despreocupada de la báscula, que no pise un gimnasio ni por recomendación de Jane Fonda, que desdeñe las dietas. Y, si encima el gordo no ha padecido jamás un amago de infarto y tiene el colesterol controlado y liga medianamente, entonces es que se suben por las paredes. Este odio de los flacos al gordo adquiere a veces manifestaciones epilépticas y abusivas, como puede comprobarse en el caso de la ministra de Sanidad, empeñada en que los españoles se conviertan en asténicos profesionales, a imagen y semejanza suya.


Ser gordo tiene muchas ventajas materiales y espirituales. En invierno, los michelines abrigan una barbaridad; y en verano nos exoneran de hacer el ridículo por la calle, enseñando chicha. Además, la gordura dulcifica el carácter: está comprobado que los gordos somos menos intransigentes con las debilidades ajenas, que amamos con más abnegación y entusiasmo, que somos menos propensos a la cólera y que nos tomamos a chirigota esas tragedias cotidianas que desazonan a los flacos. Los grandes villanos de la dramaturgia (Yago, Shylock, lady Macbeth) siempre son interpretados por flacos de solemnidad; en cambio, el papel de gracioso en las comedias se le reserva a un actor un poco triponcete que se acaricia con delectación la barriga, como si en ella se escondiese la fábrica de sus carcajadas. La barriga, por cierto, es al gordo lo que la melena a Sansón; el gordo que reniega de su barriga se amustia y consume de melancolía.


Antaño, la gordura era considerada síntoma de salud: las madres competían por ver quién conseguía cebar más a su nene y pellizcaban con arrobo sus mollas; las señoras de ancas generosas cotizaban al alza entre la población masculina; y, en fin, una cintura oronda era considerada un signo de respetabilidad. Hoy, la gordura se ha convertido en una forma de resistencia o subversión: un tipo impermeable a los cánones estéticos en boga, a las imposiciones de la dietética y la liposucción, sin duda también lo es a la propaganda; de modo que conviene hacerle la vida imposible, antes de que le cause un disgusto al Régimen.


Decía Edgar Neville, gordo ecuménico y genial, que el único remedio infalible contra la gordura es una estancia prolongada en un campo de concentración. Acabarán internándonos a los gordos en algún lugar semejante, disfrazando –¡por supuesto!– el internamiento de razones filantrópicas. Cuando esto por fin ocurra, tampoco habrá que lamentarlo demasiado: la vida, para entonces, será un aburrimiento. Y la literatura también. Porque, aunque no esté bien que uno lo diga, los gordos escribimos mejor –como de aquí a Lima– que los flacos.

José Manuel de Prada

2 comentarios:

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Anónimo dijo...

coj***do... pero a ver si pones alguna parrafada para los pelones, que me siento marginado!!! :-D