miércoles, 29 de agosto de 2007

Una buena historia, vive dios...


De ese centenario se ha hablado poco, pues nadie puede hacerse fotos a su costa. Hace setecientos años justos, además de salvar el imperio bizan­tino del avance turco, los almogávares arrasaron Grecia. Fue un episodio sólo comparable a la conquista de América por bandas de aventureros sin nada que perder salvo el pellejo -que se co­tizaba a la baja- y con todo por ganar si salían vi­vos. Pero en esta España donde los libros esco­lares no los determina la memoria, sino el pe­sebre donde trinca tanto sinvergüenza periférico y central, esas historias han sido eliminadas, o manipuladas en beneficio de los golfos que or­ganizan el negocio en plazos de cuatro años: los que van de una urna a otra. El resto importa un carajo. De los almogávares, como de lo demás, no se acuerda casi nadie. Eran políticamente incorrectos.

Madrugando el siglo XIV, el emperador de Bi­zancio pidió ayuda para frenar el avance de los turcos, y la corona de Aragón envió sus temibles Compañías Catalanas. Lo hizo para quitárselas de encima. Estaban integradas por almogávares: mercenarios endurecidos en las guerras de la Re­conquista y en el sur de Italia. Sus oficiales, de mayoría catalana, eran también aragoneses, na­varros, valencianos y mallorquines. En cuanto a la tropa, el núcleo principal procedía de las montañas de Aragón y Cataluña; pero las rela­ciones mencionan apellidos de Granada, Nava­rra, Asturias y Galicia. Feroces y rápidos, ar­mados con equipo ligero, combatían a pie en or­den abierto, con extrema crueldad, y entraban en combate bajo la señera cuatribarrada de Ara­gón. Sus gritos de guerra eran Aragón!, Aragón!, y el terrible, legendario, Desperta, ferro!

La historia es larga, tremenda, difícil de re­sumir. Seis mil quinientos almogávares recién desembarcados en Grecia destrozaron a fuerzas turcas muy superiores, matando en la primera batalla a trece mil enemigos, sin dejar con vida -eran tiempos ajenos al talante, al buen rollito y al diálogo entre civilizaciones- a ningún varón mayor de diez años. En la segunda vuelta, de veinte mil turcos sólo escaparon mil quinientos. Y, tras escaramuzas menores, en una tercera es­cabechina los almogávares se cepillaron a die­ciocho mil más. Eran letales como guadañas. Además, entre batalla y batalla -españoles a fin de cuentas- pasaban el rato apuñalándose entre sí por disputas internas, o despachando a ter­ceros en plan chulito, como los tres mil geno­veses a los que por un quítame allá esas pajas acuchillaron en Constantinopla, durante una especie de botellón que terminó como el rosario de la aurora.

A esas alturas, claro, el emperador Andró­nico II se preguntaba, con los huevos por corbata, si había hecho bien contratando a semejantes bestias. Así que su hijo Miguel invitó a cenar a Roger de Flor, que era el jefe, y a los postres hi­zo que mercenarios alanos los degollaran a él y a un centenar largo de oficiales. Fue el 4 de abril de 1305. Después de aquello los griegos cre­yeron que la tropa almogávar, sin jefes, pediría cuartel. Pero eso era desconocer al personal. Cuando apareció el inmenso ejército bizantino para someterlas, aquellos matarifes oyeron misa y comulgaron. Luego gritaron: Desperta férro, Aragón!, Aragón!, y se lanzaron contra el ene­migo, pasándose por la piedra a veintiséis mil bi­zantinos en un abrir y cerrar de ojos. Lo cuenta Ramón Muntaner, que estuvo allí: “no se alzaba mano para herir que no diera en carne”.

No quedó sólo en eso. Enterados los almogá­vares de que nueve mil mercenarios alanos -los que aliñaron a Roger de Flor- volvían a su tierra licenciados y con familia, les salieron al paso, hi­cieron picadillo a ocho mil setecientos y se que­daron con sus mujeres. Después, durante una larga temporada y pese a estar rodeados de ene­migos, se pasearon por Grecia saqueando y arra­sando, por la patilla, cuanto se les puso por de­lante. Fue la famosa venganza catalana. Y cuan­do no quedó nada por robar o quemar, fundaron los ducados de Atenas y Neopatría: estados ca­talano-aragoneses leales al rey de Aragón, que aguantaron durante tres generaciones hasta que con el tiempo, el sedentarismo y el confort, se fueron amariconando -hijo caballero, nieto por­diosero- y quedaron engullidos, como el resto de Grecia, por la creciente marea turca que había de culminar con la caída de Constantinopla.

Y ésa, colorín colorado, es la historia de los almogávares. Admitan que es una buena historia. Vive Dios.

Arturo Pérez-Reverte

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